lunes, 29 de junio de 2020

Son las 7:00 a.m cuando inicio mi diario caminar orilleanndo la playa, hoy absolutamente vacía. 

                                                                                                        El cielo se esparce en grises
para dar a las olas cierto aspecto de camuflaje, que acompaño con mis gafas de sol.  
Se me hace raro no ver a las cuatro o cinco personas habituales: la joven  yogui que viste túnica de gasa con la que danza sus asanas y se desnuda para el baño; el hombre mayor que sentado encima de un tronco contempla meditativamente el horizonte; el joven subido a su tabla de surf, aprendiendo la difícil asignatura del equilibrio; la octogenaria atlética que me adelanta cada día  con un paso rápido hacia la eternidad y yo misma caminando sin intención alguna dejándome acariciar por la brisa y el agua. 
Otros van llegando, más tarde, para ejercer también su particular ritual con el mar como altar.
Disfruto de este momento del día y entro lentamente en las aguas frías para nadar sin guardar la ropa y escuchar de cerca el silencio de las olas cual lamento por la ausencia de luz.
Tranquilas, les digo, que por el horizonte ya empieza a clarear... 

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Bailan suavemente el miedo con la bondad, melodía de células vibrando entre claroscuros. Mientras, vago respetuosamente y mis pasos me guían...